En el lado bueno de la ley, más o menos, Sebastian Rudd no es el típico abogado de la calle. Su despacho es una furgoneta blindada a medida, con Wi-Fi, bar, nevera pequeña y sillones de cuero. No tiene bufete ni socios, y sólo tiene un empleado: su chófer, fuertemente armado, que también es su guardaespaldas, asistente jurídico, confidente y caddie de golf. Sebastian bebe bourbon de pequeña graduación y lleva pistola. Defiende a personas a las que otros abogados no se acercan: un chico drogadicto y tatuado que se rumorea que pertenece a una secta satánica; un sanguinario señor del crimen condenado a muerte; un propietario de una casa detenido por disparar a un equipo SWAT que invadió su casa por error. ¿Por qué estos clientes? Porque Sebastian cree que todo el mundo tiene derecho a un juicio justo, aunque tenga que saltarse la ley para conseguirlo.