Jorge Luis Borges escribió alguna vez que la democracia comportaba un abuso de la estadística. Al parecer, la democracia no es un sistema que resulte naturalmente digerible: ¿por qué dejar asuntos tan importantes en manos de mayorías que carecen de un conocimiento cabal para opinar sobre ellos? En el intento de responder esta pregunta, algunas teorías sostienen que el procedimiento democrático tiene un valor intrínseco, más allá de que se traduzca o no en buenas decisiones. En La autoridad democrática, David Estlund se sumerge en una apasionante reflexión sobre la justificación de la autoridad democrática, y ofrece una alternativa innovadora al postular que la legitimidad de este orden se funda, al menos en parte, en el hecho de que permite arribar a mejores soluciones en virtud de la deliberación entre iguales. El autor concede que, tal como sucede en el juicio por jurados, la autoridad y la legitimidad de las decisiones políticas no dependen de que su contenido sea bueno o correcto. Pero sostiene que es crucial el valor epistémico del procedimiento, es decir, que este sea reconocido como el que más se aproxima a una decisión adecuada. Ahora bien, si lo único que importa es tomar buenas decisiones, cabe preguntarse por qué no gobiernan los expertos, los más sabios. Estlund toma distancia de esta postura y argumenta que el superior conocimiento de unos pocos sólo puede servir como justificación política si resulta aceptable para todos los puntos de vista atendibles. Si se busca el mejor sistema político, sin duda este será democrático: un ideal regulativo que comprenda leyes y políticas autorizadas por el pueblo, que a su vez se sujeta a ellas. A partir de un razonamiento que mucho tiene de diálogo y discusión con los principales pensadores que se han ocupado del tema -como Jürgen Habermas y John Rawls-, este libro original, ambicioso y provocador es una contribución imprescindible no sólo para rebatir sofisticadas teorías académicas sino también para desmantelar muchos prejuicios comunes sobre la democracia.