Cuando uno se sienta cómodamente en su butaca del cine, y ocurre la magia de la sala a oscuras y de pronto una pantalla se ilumina, en la que hay gente moviéndose, hablando, colores, música…, es decir, la enorme grandeza de la cinematografía, desconoce todo lo que existe detrás para que esa película se esté exhibiendo. Y eso lo ignorábamos hasta hoy que Iván Giroud nos lo va diciendo como si nada, con un “Miren lo que se me ocurrió hacer”.

Y ahí radica la importancia principal de El pretexto de la memoria, en que por primera vez, los que de cine solo somos admiradores desde nuestros asientos, logramos saber que un festival cuesta sangre, sudor y lágrimas. Las dosis dependen de cada festival, pero a la cita no falta ninguno: sangre, sudor y lágrimas.

Giroud fue tejiendo desinteresadamente por el planeta una red de amistades que en el justo momento acudieron a su llamado para facilitarle un filme, no cualquiera, el mejor –en este “mejor” radica parte del talento del autor—, que viniera un director o un actor o actriz al estreno, a ese gran acontecimiento, ese canto sinfónico a la diversidad que son los festivales de cine de Cuba, una pequeña y pobre islita del Caribe que hace uno de los mejores festivales del cine del mundo.