¿Qué sucede con la autoridad en un mundo donde la ruptura con la tradición y con el pasado ha alcanzado valor de consigna? ¿En qué se convierte cuando se ve enfrentada al individualismo y a la igualación democrática, y cuando, por añadidura, el futuro - como ocurre hoy - se niega a toda esperanza? La autoridad no se confunde con el poder. Más que exigir obediencia, llama al reconocimiento. Se despliega en la duración, mientras que el poder está asociado, ante todo, al reparto del espacio. Al asegurar la continuidad de las generaciones, la transmisión y la filiación, y ello aun exponiendo las crisis que desgarran sus entramados, la autoridad es una dimensión fundamental del lazo social. Si sigue siendo portadora de sentido, no es porque reivindique un mundo vetusto, sino porque hace que nazcamos nuevos en un mundo más viejo que nosotros. ¿Qué es la autoridad sino el poder de los comienzos, el poder de dar a los que vendrán después la capacidad de comenzar ellos mismos? Quienes la ejercen -aunque sin poseerla- autorizan así a sus sucesores a emprender algo nuevo, es decir, imprevisto. Comenzar es comenzar continuando. Pero continuar es también continuar comenzando.